Suna no onna: o la imposibilidad del amor en medio del encierro

Por Adriana Chávez Castro

Nada más lejano al amor en pareja que una relación en donde una de las partes coarte la libertad de la otra mediante el engaño. Paradójicamente muchas historias de amor-desamor, tanto en la vida real como en la gran pantalla, se construyen bajo ese principio, sin embargo, es el director Hiroshi Teshigahara, (1927-2001), quien posiblemente lleve al límite esta idea en su asfixiante película La mujer de la arena (Suna no onna), de 1964; joya absoluta de la Nueva ola japonesa.

La cinta, adaptación de la novela homónima del escritor Kōbō Abe, publicada en 1962, se centra en Niki Junpei (Eiji Okada), un modesto profesor de escuela obsesionado con encontrar una nueva especie de escarabajo de arena, aún sin registrar por los entomólogos y, con ello, obtener el honor de ver su nombre publicado en los libros de insectos. 

Durante un día de expedición Niki pierde la noción del tiempo y de paso el último autobús hacia la ciudad, sin embargo, un grupo de aldeanos ofrecen su ayuda para conseguirle un lugar en el que pueda pasar la noche. Así, el profesor llega a la casa de una joven viuda (Kyoko Kishida), amable, trabajadora y buena cocinera, pero demasiado ansiosa por tener a un hombre a su lado. 

La casa se encuentra en el fondo de una cantera de arena a la que Niki accede mediante una escalera de cuerda, pero de donde, para su sorpresa, no podrá salir debido a que los aldeanos deliberadamente han retirado la escalera por la noche, condenándolo a un confinamiento agobiante. Los muros de arena que rodean su prisión se desmoronan a cada intento del hombre por escapar, así, el cazador de insectos, ahora cazado, queda a merced de los designios de otros y bajo la impuesta compañía de una mujer a la que desconoce.

En medio de ese agujero inhóspito Niki entabla una relación de odio y deseo hacia la viuda a quien trata de persuadir para que lo deje ir e incluso le propone llevarla a la ciudad. A pesar de que cada noche la arena lo cubre todo, la mujer no quiere irse porque ahí está lo que ella considera su hogar, su lugar de pertenencia, el lugar en donde vivieron sus antepasados, en donde está enterrada su familia, su esposo e hija, muertos a causa de una tormenta. 

Por eso la viuda prefiere trabajar afanosamente por las noches, sacando la arena que se cuela por todas partes, siempre a contra reloj, antes de que el polvo lo cubra todo, porque, como ella dice, la arena no descansa. Esa misma arena es a la vez fuente de sustento para ella y ahora para su nueva pareja. Los aldeanos, organizados en un gremio, suben baldes de arena húmeda que la mujer les prepara por la noche y la llevan a vender como material barato para la construcción, aún a sabiendas de que el uso de este material podría representar un riesgo para los edificios en donde se utilice. 

El gremio, a cambio, se encarga de proveer de hombres a las mujeres y al pueblo de mano de obra o colaboradores, la mayoría son turistas, vendedores despistados y uno que otro estudiante que tuvieron la mala fortuna de merodear por esas dunas, porque insolados y desorientados se vuelven presas fáciles de capturar. Sólo de esa forma el gremio mantiene el equilibrio de la aldea, ya que los jóvenes prefieren emigrar a la ciudad en donde ganan más dinero. 

Cada semana los hombres del gremio suministran agua y comida a las mujeres y agregan a su entrega cigarros y sake para los hogares en los que ya hay un hombre. También se encargan de vigilar que éste no escape y se quede en la aldea para llevar una vida en pareja. 

El profesor planea pacientemente su huida, a escondidas de la viuda elabora una cuerda y hace un improvisado gancho para asirlo hacia el exterior y poder trepar. Con engaños emborracha a la mujer y mientras ella duerme él logra escapar, pero no llega muy lejos porque desconoce la geografía del lugar y pronto es visto y capturado por los aldeanos que lo llevan de vuelta a su calabozo de arena. 

Resignado, el profesor sólo pide que le dejen salir unos minutos diarios para poder observar el mar. Los hombres del gremio le ponen como condición a Niki que consume el acto sexual con la viuda, en una suerte de ceremonia pública. Aunque lo intenta y trata de forzar a la mujer, ambos terminan desistiendo, abatidos de humillación y vergüenza ante los ojos de los aldeanos que los observan desde lo alto. 

Niki mantiene la esperanza de que será buscado por la sociedad a la que pertenece, que alguien en Tokio se dará cuenta de su ausencia, pero como el tiempo pasa y eso no sucede construye en la arena una trampa para cuervos con el fin de mandar en ellos mensajes de auxilio hacia el exterior. 


A través de una cubeta de madera que ha enterrado en la arena a modo de trampa Niki descubre fortuitamente la forma de filtra la humedad de la arena, (acción capilar), convirtiéndola en agua potable. Obsesionado con perfeccionar su técnica de obtención de agua en medio del desierto el profesor encuentra en ello un sentido a su existencia y un motivo de arraigo hacia el lugar.

Resuelta la demanda de agua ya no tendrá que depender de los aldeanos para conseguirla, ni volver a pasar sed, incluso puede, tal como lo había imaginado y comentado con la mujer, convertir ese arenal en un lugar turístico o de cosecha y hacer que la arena trabaje para él y no en su contra. Ya no hay para Niki motivo por el cual desee irse, con la conquista de su entorno le es posible también establecer un vínculo sano con la mujer que ahora es más una compañera de vida e incluso se encuentra embarazada. 

Pero la imposibilidad del amor nuevamente se presenta entre la pareja cuando ella tiene complicaciones por su embarazo y, a pesar del miedo a perder a su hombre y su negativa de dejar su hogar, es llevada al exterior por los del gremio para trasladarla al médico. 

Los aldeanos han olvidado subir la escalera de soga, es el momento que Niki ha esperado durante meses, pero él sólo sale de su encierro para observar el mar. Hacia el final de la película un informe policial declara como desaparecido a Niki Junpei, sin rastro de él durante 7 años, sugiriendo al espectador la idea de que el profesor nunca regreso a su vida en la ciudad.  

Se trata de una obra fantástica que oscila entre la realidad y la ensoñación, entre la sensualidad y el suspenso, un microscopio desde el que se observa al hombre, diminuto, enfrentado a su soledad, a su entorno y a la posibilidad e imposibilidad del amor. Pone en evidencia el sentido de la libertad y la idea de que el mayor de los encierros está más en la mente que en las paredes que aprisionan. El profesor, por ejemplo, antes de llegar a la aldea gozaba de una libertad sin propósito, la viuda, en cambio, no estaba aprisionada pero su mundo se reducía a su hogar y a tener a su lado a un hombre con quien pasar los días y aligerar la carga de las labores cotidianas.

Ya desde los primeros minutos la música estridente, los sonidos y los silencios colocan al espectador en medio de una obra inquietante. Voces en off al inicio de los créditos y sonidos como golpes recuerdan las oficinas burocráticas en donde se sellan documentos, el ajetreo y la despersonalización de los seres humanos en medio de las sociedades civilizadas, pero los sonidos se van acallando, sutilmente ese guiño a la vida en sociedad se va diluyendo conforme la hermosa fotografía en blanco y negro de Hiroshi Segawa nos adentra, mediante plantos muy cerrados, a la vida microscópica que se gesta en la arena, en contraste con planos medios y generales en donde la figura del protagonista parece empequeñecida, en franca analogía entre el hombre y los insectos, inmersos e indefensos en la inmensidad del desierto. 

Llama la atención la decisión del director de iniciar los créditos de la película sobre fondos a color, en tanto que el resto de la obra está en contrastado blanco y negro, es decir, ya desde ese inicio el realizador nos está marcando la forma en la que nos va a contar la historia, no desde el realismo, sino desde una realidad subjetiva valiéndose del gran artificio que es el cine y sus recursos narrativos.

En un inicio el protagonista, absorto en sus pensamientos, reflexiona sobre el sentido de la existencia, sentado en una vieja barca encallada en la arena, metáfora visual de lo que está por ocurrirle. Una presencia femenina pasa a su lado, evocada por él mismo, mientras su voz en off expone el miedo a cometer errores en una relación. 

Después de esos primeros momentos (muy en tono de ensayo), comienza a desarrollarse cronológicamente la trama, apoyada en buena parte por el sonido y la música para generar una atmósfera de misterio y tensión psicológica. Destaca aquí la música del experimentado compositor Tōru Takemitsu, creador de más de cien bandas sonoras para películas como Ran de Akira Kurosawa (1985). El sonido aquí no es complemento reiterativo de la imagen, son verdaderas imágenes sonoras pensadas a toda conciencia. 

La imagen también opera en todo momento a favor de ese clima de desconcierto y agobio. El uso de los contrastes, de las sombras, los planos de detalle o los medios planos de los personajes, todo puesto en su sitio con un por qué y un para qué que hace avanzar la acción, independientemente del ritmo de la misma. 

Y es que estamos ante un director que conocía bien su oficio, ya desde su primer largometraje La trampa (1962) Teshigahara daba muestra de su dominio del lenguaje cinematográfico, así como de su gusto por mezclar el drama con el thriller y lo fantástico. Aquí también es donde comienza su colaboración con el escritor Kōbō Abe, el cinefotógrafo Hiroshi Segawa y el compositor Tōru Takemitsu que se repetirá en varias películas más, como la también muy desconcertante película El rostro ajeno (1966). 

Justo en esta última también aparecen los actores Eiji Okada (Hiroshima mon amor, 1959) y Kyôko Kishida, sólo que en La mujer de la arena Okada interpreta a un hombre enojado e incómodo la mayor parte del tiempo, aunque capaz de mostrar una evolución en el personaje, en tanto que Kishida da vida a una viuda dulce, delicada y contenida que, sin embargo, también puede ser muy sensual, gracias a la puesta en cámara y en escena que logran momentos de verdadero erotismo. 

La mujer de la arena es una pieza que vale la pena revisar más de una vez, para poder apreciar mejor cómo se desarrollan todos sus elementos discursivos y, a lo largo de sus más de dos horas de duración, ser partícipes de ese abanico de imágenes, tan desconcertantes como bellas, que nos sumergen en un viaje sensorial, lleno de metáforas visuales y sonoras. 

La película fue nominada a mejor director y recibió el premio Oscar a mejor película de habla no inglesa en 1965, también recibió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de ese mismo año. Si quieren verla, que espero así sea, está disponible en el catálogo de Criterion Collection.


La mujer de la arena.
Título original: Suna no onna (Woman in the Dunes)
Año: 1964
Duración: 147 min.
País: Japón
Dirección: Hiroshi Teshigahara
Guion: Kôbô Abe
Reparto: Eiji Okada, Kyōko Kishida, Hiroko Itō, Kōji Mitsui, Sen Yano, Ginzō Sekiguchi.

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